quinta-feira, 4 de março de 2010

Soldados de Lacan


Por Yannis Stavrakakis *

PÁGINA/12

A lo largo de los últimos diez o quince años, el psicoanálisis, y en especial la teoría lacaniana, ha pasado a ser uno de los recursos más importantes en el marco de la actual reorientación de la teoría política y el análisis crítico contemporáneos, circunstancia reconocida incluso en los foros más tradicionales de las ciencias políticas. Por ejemplo, en una reseña crítica publicada en British Journal of Politics and International Relations –una de las revistas de la Asociación de Estudios Políticos del Reino Unido–, que lleva el significativo título de “The Politics of Lack” (La política de la falta), se lee que “en los últimos tiempos se ha popularizado cada vez más entre los teóricos el abordaje de la política desde el psicoanálisis lacaniano (...). Sólo el liberalismo analítico supera en influencia a este enfoque de la teoría política”. El fenómeno en sí ya es sorprendente: nadie habría podido predecirlo hace diez años. Pero su característica más llamativa es el hecho de que los principales teóricos y filósofos políticos ligados a la izquierda recurran cada vez más a la obra de Jacques Lacan.

¿Por qué es tan asombrosa esta tendencia? Precisamente porque Lacan era un psicoanalista en ejercicio sin inclinaciones izquierdistas perceptibles de inmediato, y sin siquiera un interés expreso en la vida política. Ello no significa que fuera apolítico: hay cierto indudable radicalismo (antiutopista) en el pensamiento de Lacan, aunque sus connotaciones políticas han permanecido en gran medida implícitas. En el nivel teórico, por ejemplo, su crítica a la escuela estadounidense de la psicología del yo a veces se representa en términos cuasi políticos, puesto que implica el rechazo de una “sociedad en la cual los valores sedimentan según la escala del impuesto a las Ganancias” (Lacan, Televisión, 1990) y del “american way of life”. En el célebre discurso de Roma (1953), su primer manifiesto analítico, Lacan criticó explícitamente el capitalismo estadounidense y la sociedad opulenta, y más tarde asoció su definición de “plus de goce” a la noción marxiana de “plusvalía”, con lo cual puso en evidencia las operaciones del goce (jouissance) que tienen lugar en la base del sistema capitalista.(Si se desea consultar un análisis detallado de esta relación entre Lacan y Marx, véase El sublime objeto de la ideología, de Slavoj Zizek.)

Sin embargo, a semejanza de Freud, Lacan se mostraba muy escéptico en relación con la política revolucionaria. Paul Robinson, en La izquierda freudiana (ed. Granica, 1977), ha descrito a Freud como “antiutopista radical”, es decir, alguien cuya teoría y práctica, a pesar de su claro pesimismo histórico, se resiste a adaptarse al orden político establecido. La posición de Lacan no era muy diferente: el psicoanálisis subvierte las ortodoxias establecidas a la vez que descree de las fantasías utópicas, y este escepticismo es un sostén crucial de su eje verdaderamente subversivo.

También sabemos que Lacan tuvo algunas experiencias relacionadas con la cultura de protesta propia de su época. Por ejemplo, en una carta de agosto de 1960, dirigida a Donald Winnicott, dice de Laurence, la hija de su esposa, que “este año nos ha atormentado mucho (de lo cual estamos orgullosos), porque fue arrestada a causa de sus relaciones políticas”. Y agrega: “También tenemos un sobrino que vivió en casa como si fuera nuestro hijo cuando era estudiante, y ahora lo han sentenciado a dos años de prisión por su resistencia a la guerra de Argelia”. Durante las jornadas de mayo, Lacan acató la huelga de los docentes y suspendió su seminario; incluso conoció a Daniel Cohn-Bendit, uno de los líderes estudiantiles (véase Lacan. Esbozo de una vida. Historia de un sistema de pensamiento, de Elizabeth Roudinesco). De un modo u otro, su nombre se vinculó con los acontecimientos. No es sorprendente entonces que estallara una vez más el clima de mayo de 1968 cuando fue suspendido el seminario que Lacan impartía en la Ecole Normale (1969): los manifestantes ocuparon la dirección y finalmente fueron desalojados por policías armados.

Sin embargo, Lacan no tenía una relación sencilla con la izquierda. En 1969, por ejemplo, recibió una invitación para hablar en Vincennes, pero era evidente que su pensamiento y el de los estudiantes operaban en diferentes frecuencias. La conversación terminó así: “La aspiración revolucionaria no tiene sino un problema concebible, siempre: el discurso del amo. Eso es lo que ha demostrado la experiencia. Como revolucionarios, ustedes aspiran a un amo. Y lo tendrán... porque son los ilotas de este régimen. ¿Tampoco saben qué significa eso? Este régimen los pone en exhibición; dice: ‘Mírenlos coger...’ “.

Una experiencia similar marcó la conferencia de la Université Catholique de Louvain, el 13 de octubre de 1973, cuando Lacan sufrió una interrupción seguida de un ataque por parte de un estudiante que aprovechó la oportunidad para transmitir su mensaje revolucionario (situacionista). El episodio, filmado por Françoise Wolff, concluyó con este comentario de Lacan: “Tal como decía él, deberíamos participar... Deberíamos cerrar filas para lograr... bueno, ¿qué, exactamente? ¿Qué significa la organización sino un nuevo orden? Un nuevo orden es el retorno de algo que, si recuerdan la premisa de la que partí, es el orden del discurso del amo (...). Es la única palabra que no se ha mencionado, pero es precisamente el término implícito en la organización”.

De todos modos, las actuales iniciativas de explorar la relevancia que tiene la obra de Lacan para la teoría política crítica no se arraigan en la biografía de Lacan ni la presuponen (en el citado libro de Roudinesco y en Psychoanalytic Politics, de Turkle, hay más información biográfica que permite esbozar la relación de Lacan con la política), aunque, al menos a mi parecer, necesitan registrar con seriedad su radicalismo antiutopista. Suponen una articulación entre el análisis político crítico y la teoría lacaniana que no está dada de antemano y puede establecerse de diversos modos, como ya veremos. Es así que –para dar sólo algunos ejemplos– Slavoj Zizek ha propuesto una “combinación explosiva del psicoanálisis lacaniano y la tradición marxista” con el objeto de “cuestionar los supuestos mismos del circuito del capital” (prefacio a la serie Wo es War, de Verso); Alain Badiou se ha reapropiado de Lacan en su radical “ética del acontecimiento”, y Laclau y Mouffe han señalado que “la teoría lacaniana aporta herramientas decisivas para la formulación de una teoría de la hegemonía”, por lo cual han incluido el psicoanálisis lacaniano en la lista de corrientes teóricas contemporáneas que a su parecer son “condiciones para entender la ampliación de las luchas sociales características del escenario actual de la política democrática y para formular una nueva perspectiva de izquierda en el marco de una democracia radical y plural” (Laclau y Mouffe, Hegemonía y estrategia social). De más está decir que los diversos autores en cuestión no usan la teoría lacaniana del mismo modo. En la obra de Zizek, por ejemplo, Lacan constituye una referencia constante y de primer orden, en tanto que para Laclau y Mouffe es una referencia entre muchas otras, si bien es cierto que ocupa un lugar cada vez más privilegiado. La izquierda tampoco es entendida de idéntica manera por estos teóricos. Por ejemplo, Laclau y Mouffe siguen pensando que la revolución democrática constituye el marco definitivo de la política de izquierda, en tanto que Zizek parece creer que la democracia es un significante que ha perdido toda relevancia política para la agenda política progresista, en especial a raíz de su asociación con el capitalismo globalizado y su instrumentación en la “guerra contra el terror”. Sin embargo, la mera posibilidad de formular estas diversas posiciones presupone el lento pero indudable afloramiento de un nuevo horizonte teórico-político: el amplio horizonte que he dado en denominar “la izquierda lacaniana”. No propongo esta expresión como una categorización exclusiva o restrictiva, sino como un significante capaz de dirigir nuestra atención al surgimiento de un nítido campo de intervenciones políticas y teóricas que explora con seriedad la relevancia del pensamiento lacaniano para la crítica de los órdenes hegemónicos contemporáneos. En el epicentro de este campo emergente cabría ubicar el respaldo entusiasta de Zizek a Lacan; junto a él –a una distancia que algunos calificarían de saludable– se sitúa la perspectiva de inspiración lacaniana que desarrollan Laclau y Mouffe; en la periferia –negociando un delicado ejercicio de malabarismo entre el exterior y el interior del campo, a menudo en calidad de sus “otros” o adversarios íntimos– tendríamos que ubicar el compromiso crítico de pensadores como Castoriadis y Butler.

No cabe duda de que se trata de un campo heterogéneo. La designación “izquierda lacaniana” no se refiere a alguna unidad o esencia preexistente que subyazga a todos estos diversos proyectos teórico-políticos. En un espíritu verdaderamente lacaniano cabría incluso declarar que la izquierda lacaniana “no existe”, es decir, que no se impone en el dominio teórico-político como positividad plena y homogénea. De hecho, paradójicamente, su propia división es la mejor evidencia de su surgimiento, pues, como es bien sabido, hay una sola prueba que puede revelar más allá de toda duda razonable si en verdad existe o no este campo: dondequiera haya una izquierda será inevitable la división entre la izquierda supuestamente “verdadera” y la “falsa”, entre los revolucionarios y los reformistas. Y al parecer esto es precisamente lo que ocurre en el caso de nuestra izquierda lacaniana. En el argumento de Andrew Robinson, por ejemplo, se enuncia la distinción entre una teoría política lacaniana “reformista” (Laclau, Mouffe y compañía) y una supuestamente “revolucionaria” (Zizek). No es sorprendente entonces que el significante “izquierda lacaniana” se deslice continuamente sobre sus significados potenciales. En tal sentido, hablar de él implica en parte construirlo, del mismo modo en que no es posible desligar ontológicamente el surgimiento de cualquier objeto de discurso del proceso performativo de su nombramiento.

He aquí entonces la pregunta crucial: ¿cómo debería tener lugar esta construcción? Está claro que el objetivo no consiste en acometer una suerte de ejercicio totalizador guiado por la fantasía de enunciar el nuevo fundamento de la teoría, la praxis y el análisis políticos. Aparte de pecar de inmodesto y políticamente ingenuo, tal objetivo resultaría contradictorio con la posibilidad de que este tipo distintivo de teorización lacaniana hiciera aportes útiles a nuestras exploraciones teórico-políticas. Si se la toma en este sentido, la “izquierda lacaniana” sólo puede ser el significante de su propia división, una división que no ha de reprimirse ni desmentirse, sino que, por el contrario, debe ponerse de relieve y negociarse una y otra vez como locus de inmensa productividad, como el encuentro –en el marco del discurso teórico– con el hiato constitutivo entre lo simbólico y lo real, entre el saber y la verdad, entre lo social y lo político. En su conferencia inaugural de 1953 en el Collège de France, mientras comentaba la posición socrática –posición que Lacan había elogiado–, Merleau-Ponty señaló enérgicamente que sólo esa conciencia de nuestro no saber nos abre las puertas a la verdad (Merleau-Ponty, 1988). Es así como deberíamos interpretar el célebre pasaje de Lacan en Televisión, que ofrece la condensación de diversas nociones de enorme importancia originadas en campos tan diversos como el de la filosofía (Merleau-Ponty es sólo uno de los casos que vienen a cuento), el de la teología (en especial la apofática, la vía negativa), y el de las matemáticas (incluidos Cantor y el teorema de Gödel): “Yo siempre digo la verdad. No toda, porque de decirla toda no somos capaces. Decirla toda es materialmente imposible: faltan las palabras. Precisamente por este imposible, la verdad aspira a lo real”.

* Fragmento del libro Una izquierda lacaniana, de próxima aparición (Fondo de Cultura Económica).

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