segunda-feira, 17 de novembro de 2008

A Keynes, con amor y sordidez

John Maynard Keynes:

Y una reflexión sobre la crisis mundial, el regreso del Estado y las virtudes colaterales de la democracia.

Por Sandra Russo, para Página/12

Lo que pasa es que ahora todo el mundo es Tercer Mundo. Mentalmente, por lo menos. Hasta el director del FMI, Dominique Strauss-Kahn, que el sábado elogió el gasto público para estimular la demanda interna. Mantener al menos tibias las economías mundiales en la emergencia. Ahí los países se dividen. Los emergentes han vivido en emergencia desde el último diseño del mundo. Los países centrales son ahora países en vías de hundimiento. La recesión les devolverá lo que ellos sembraron en los países emergentes durante las últimas décadas. El formidable castigo lo reciben por haber incurrido en lo que un griego perfectamente podría llamar hybris, es decir, el pecado capital, la soberbia, el exceso de un defecto, e incluso de una virtud. Ese castigo tiene muchos nombres, pero se resume en uno: desempleo.

El crac desnuda el problema central de la política hasta dejarlo en esqueleto: la política vuelve a ser la administración de los bienes escasos. Y los electorados mundiales vuelven a ser avisperos que actúan por instinto de supervivencia y dejan de escuchar los discos rayados de los dirigentes mundiales para ser enfermeros de noche: están atentos a la respiración terminal del enfermo. La crisis exige política, para empezar. Esos que estaban reunidos en Washington decidiendo el curso común que tomará Occidente no eran economistas ni técnicos. Eran dirigentes políticos a su vez condicionados por sus respectivos electorados. En su libro Qué es la política, Hanna Arendt (que debe estar incomodándose bastante en la tumba cada vez que habla Carrió) vaticinaba que algún día el poder económico y financiero reemplazaría al poder político, y que ese día tendría de terrible que el mundo sería gobernado algo así como por Nadie, ya que a Nadie los ciudadanos no podrían reclamarle nada.

Pero así es la democracia, mírenla por los dos lados. Por uno, se ve un sistema que en tiempos normales implica ciertas reglas de juego que por sí mismas no garantizan nada particularmente bueno para los más vulnerables. Pero por el otro, lo que se ve es un sistema que tiene el límite que los mercados no tienen: los gerentes del Lehman Brothers se fueron a sus casas con indemnizaciones obscenas, mientras Bush pasará a la historia como el peor presidente de la historia reciente norteamericana y los republicanos mastican derrota electoral.

De modo que ahora que estamos a solas, dirigentes y ciudadanos, vuelve a aparecer el Estado. Y los presidentes de los países centrales, que durante las últimas décadas empujaron a los países emergentes a liquidar sus Estados nacionales para permitir más fácilmente el flujo de los negocios del capital privado, giran. Sin pudor, pero cómo giran. Y miran atrás y alrededor, y mucho nuevo no hay bajo el sol: ahí está el Estado. Y la obra pública para hacer la plancha con proyectos políticos llevados a la acción. Porque ahora que estamos a solas podemos decirlo: cuando algo se sale de control y todo cae, queda el Estado y más vale que sea fuerte y tenga coraje.

Este nuevo consenso exige un replanteo de cómo son y están las cosas en cada país. Hasta hace apenas una semana, en la Argentina, el debate sobre el papel y el tamaño del Estado inflamaba algunas gargantas. Lo que queda por definir y discutir ahora son los controles que la ciudadanía podrá ejercer sobre el Estado, es decir: el debate abierto en todo el mundo.

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